A lo largo de su carrera como coreógrafo, Balanchine no dudó en sostener que “el ballet es una mujer”; frase que me atrevería a aplicar a la danza en general. Graciela, obra de danza contemporánea, materializa dicha afirmación, porque Graciela es, en efecto, una mujer. Danza creada e interpretada por mujeres, para nombrar lo femenino, para autonombrarse. Y en ese proceso, el hombre, por supuesto, no es excluido. Desde el inicio de la obra, el componente masculino es y será un referente constante, para amarle y odiarle, para autoafirmarse y para negarse, como si las cuatro coreógrafas/interpretes intentaran recordarnos que para hablar de algo tiene que hacerse siempre tomando como punto de partida su complemento (otros dirían su opuesto).
La obra inicia con un abrazo entre un hombre y una mujer, con la misma intimidad con que inician las historias de amor, así éstas después se trunquen. Luego, ellos y ellas asumen su lugar. Los hombres, un cuarteto de violoncelos, se ubican en un segundo plano, y pareciera que su función es ejercer como elemento del decorado, telón de fondo o música de ambientación. Pero no, ellos son un personaje, uno esencial: un maniquí. De hecho, las cuatro bailarinas parecen bailar únicamente para estos cuatro caballeros, con lo que la obra adquiere así un carácter intimista, del que los espectadores no podemos evitar sentirnos excluidos. Asistimos a una escena casera, ¿una pelea, una despedida, un acto de pasión que se desarrolla entre dos amantes, y de la que nosotros somos testigos sólo por casualidad?
“Nada se parece tanto al infierno como un matrimonio feliz”. Esta frase, impresa en el programa de mano, parece darnos la clave: hombres y mujeres juntos, dando vida a lo que solemos llamar una relación de pareja. Es extraída de un monologo escrito por Gabriel García Márquez, en 1987.
En efecto, la obra literaria nos da algunas pistas. Basada en el libro de nuestro premio nobel de literatura, Diatriba de amor contra un hombre sentado, la obra de danza toma el nombre de la protagonista del libro: Graciela. Las cuatro intérpretes dan vida a una mujer que vive el ocaso de su matrimonio y, harta de empeñarse con todos sus meritos en hacerse digna de otro, harta de esperar a que llegue la felicidad, harta de vivir en ese infierno llamado matrimonio, se rebela contra su marido, contra la vida y contra todo. Eso es Graciela, la danza de una mujer que ya se cansó, la coreografía de una insubordinación femenina, más que contra los hombres, contra el machismo, porque, como bien lo señala Graciela: machistas somos “todos los hombres y todas las mujeres” (1987:23).
Los espectadores somos testigos de la autorecriminación, de los reproches interminables hacia ese otro, pero sobre todo, hacia sí misma. Cada movimiento es un desahogo, una catarsis. Vemos a la Graciela de García Márquez encarnarse en los cuerpos de las bailarinas y pasar por todos los estados emocionales de quien hace el balance final de un error. Ira ante la ceguera del otro que tuvo el amor en casa y no supo reconocerlo, ira ante sí misma por pensar que era amor, y nostalgia por la vida que se fue, por la juventud desperdiciada, por la felicidad perdida.
La coreografía se desarrolla ante esos maniquís, esos cuatro maridos embalsamados en traje oscuro y con la cara oculta detrás de un violoncelo. Es la danza de la mujer que creyó encontrar en el otro un interlocutor, para desahogarse, para ser escuchada. Pero sus esfuerzos no parecen dar los frutos esperados y por momentos el movimiento se convierte en una estéril cantaleta: “te niegas a contestarme, a discutir los problemas como la gente de bien, te niegas a mirarme a la cara” (1987:11) Sin embargo, la danza, como una ola, regresa a la calma, y Graciela retoma el dominio fácil de quien ya está más allá de la desesperación.
Nosotros, cual vecinos curiosos, fisgoneamos mientras tanto, esforzándonos por captar un poco de aquella pelea de pareja. Como espectadores, sólo nos queda interpretar, lanzar posibles hipótesis. Y cada gesto, cada línea nos dice algo de la ira, la pasión o la tristeza que todos hemos experimentado alguna vez en nombre del amor. Es por eso que este asunto nos atañe, es por eso que lo que se da en escena convoca nuestros sentidos.
Graciela es una obra de danza en todo el sentido de la palabra. Es decir, el elemento principal es el movimiento. Sus creadoras echan mano de la menor cantidad de ayudas escenográficas. El vestuario es sencillo, llamativo. Se trata de un vestido elegante y femenino, que permite a las intérpretes moverse, pero con dudosa libertad. Sin embargo, es coherente con el personaje y con el tema de la obra. Su color rojo sobresale en medio de la poca y oportuna luz que domina el escenario durante la mayor parte de la obra, y contrasta eficazmente con los trajes sobrios y formales de sus cuatro partenaires musicales.
Hay que destacar el uso que hacen las intérpretes de dos elementos: Un chal, al parecer del mismo material que el vestido, y unos tacones rojos. Ambos elementos son usados con propiedad y de manera creativa, contribuyendo a enriquecer la puesta en escena y a darle mayor fuerza expresiva a ciertos momentos.
El Violoncelo es el instrumento musical dominante de principio a fin, y ello, antes que imprimir monotonía, parece contribuir a la unidad y coherencia de la obra. Las bailarinas se apoyan en la música para dar el matiz necesario a cada escena, cada melodía aporta algo de variedad. Y así la música pasa a constituirse en un elemento potenciador del movimiento, aunque esa complementariedad no siempre sea del todo clara.
La propuesta coreográfica, a nivel colectivo, muestra variedad en la organización de sus elementos, sin que se pierda la unidad de conjunto; es decir, muestra "Unidad dentro de la variedad y variedad dentro de la unidad", la clave de la composición según Aristóteles. Diferentes niveles y formaciones, giros y saltos, en un continuo de 30 minutos en los que el escenario nunca está solo. Sin embargo, la propuesta individual, sobre todo a nivel técnico, no resulta ser tan exitosa. Como lo mencioné antes, el movimiento habla no sólo de Graciela, la obra, sino de la capacidad interpretativa y el dominio del cuerpo que exhiben las bailarinas: Juliana, Bibiana, Natalia y Ana Isabel. Hablando en términos generales, sus movimientos dicen que se trata de cuatro jóvenes bailarinas en etapa temprana de formación. Eso, por supuesto, no tiene por qué restarle valor a la obra; Incluso puede agregárselo, si se tiene en cuenta la corta edad de estas Gracielas y el hecho de que hacer del cuerpo un instrumento eficaz para el escenario requiere tiempo y estudio.
Me explico: de la misma manera que el asistente a un concierto espera encontrarse con instrumentos afinados, el espectador de danza espera toparse en el escenario con cuerpos de bailarines, cuerpos entrenados. No hablo necesariamente de bailarines atléticos y longilineos, sino de cuerpos que hayan interiorizado previamente un sistema de entrenamiento y un lenguaje especifico de movimiento. Es la técnica (Vaganova, Graham, Limón…) la que le imprime al movimiento la definición, precisión y seguridad necesarias para lograr eficacia a la hora de enfrentar al espectador, a la hora de inquietarlo. Nuestras cuatro Gracielas quedan en deuda al presentarse ante nosotros con instrumentos que aún no están del todo afinados, y por eso, por momentos, su interpretación pierde contundencia. Sin embargo, como ya lo dije, afinar un instrumento como el cuerpo requiere tiempo.
Salgo de la obra con la sensación de que algo falta. Efectivamente, la obra es corta y se desarrolla vertiginosamente. Sin embargo, ¿es posible que tenga que ver con algo más que su brevedad o la incipiente técnica de sus intérpretes? Me atrevería a pensar más bien que esta sensación es la misma que dejan los buenos postres, esos que quieres disfrutar una y otra vez, precisamente porque son deliciosos.
García Márquez, Gabriel (1987). Diatriba de amor contra un hombre sentado.