viernes, 11 de marzo de 2011

Graciela


A lo largo de su carrera como coreógrafo, Balanchine no dudó en sostener que “el ballet es una mujer”; frase que me atrevería a aplicar a la danza en general. Graciela, obra de danza contemporánea,  materializa dicha afirmación, porque Graciela es, en efecto, una mujer. Danza creada e interpretada por mujeres, para nombrar lo femenino, para autonombrarse. Y en ese proceso, el hombre, por supuesto, no es excluido. Desde el inicio de la obra, el componente masculino es y será un referente constante, para amarle y odiarle, para autoafirmarse y para negarse, como si las cuatro coreógrafas/interpretes intentaran recordarnos que para hablar de algo tiene que hacerse siempre tomando como punto de partida su complemento (otros dirían su opuesto).

La obra inicia con un abrazo entre un hombre y una mujer, con la misma intimidad con que inician las historias de amor, así éstas después se trunquen. Luego, ellos y ellas asumen su lugar. Los hombres, un cuarteto de violoncelos, se ubican en un segundo plano, y pareciera que su función es ejercer como elemento del decorado, telón de fondo o música de ambientación. Pero no, ellos son un personaje, uno esencial: un maniquí. De hecho, las cuatro bailarinas parecen bailar únicamente para estos cuatro caballeros, con lo que la obra adquiere así un carácter intimista, del que los espectadores no podemos evitar sentirnos excluidos. Asistimos a una escena casera,  ¿una pelea, una despedida, un acto de pasión que se desarrolla entre dos amantes, y de la que nosotros somos testigos sólo por casualidad?

“Nada se parece tanto al infierno como un matrimonio feliz”. Esta frase, impresa en el programa de mano, parece darnos la clave: hombres y  mujeres juntos, dando vida a lo que solemos llamar una relación de pareja.  Es extraída de un monologo escrito por Gabriel García Márquez, en 1987.

En efecto, la obra literaria nos da algunas pistas. Basada en el libro de nuestro premio nobel de literatura, Diatriba de amor contra un hombre sentado, la obra de danza toma el nombre de la protagonista del libro: Graciela. Las cuatro intérpretes dan vida a una mujer que vive el ocaso de su matrimonio y, harta de empeñarse con todos sus meritos en hacerse digna de otro, harta de esperar a que llegue la felicidad, harta de vivir en ese infierno llamado matrimonio, se rebela contra su marido, contra la vida y contra todo. Eso es Graciela, la danza de una mujer que ya se cansó, la coreografía de una insubordinación femenina, más que contra los hombres, contra el machismo, porque, como bien lo señala Graciela: machistas somos “todos los hombres y todas las mujeres” (1987:23).

Los espectadores somos testigos de la autorecriminación, de los reproches interminables hacia ese otro, pero sobre todo, hacia sí misma. Cada movimiento es un desahogo, una catarsis. Vemos a la Graciela de García Márquez encarnarse en los cuerpos de las bailarinas y pasar por todos los estados emocionales de quien hace el balance final de un error. Ira ante la ceguera del otro que tuvo el amor en casa y no supo reconocerlo, ira ante sí misma por pensar que era amor, y nostalgia por la vida que se fue, por la juventud desperdiciada, por la felicidad perdida.

La coreografía se desarrolla ante esos maniquís, esos cuatro maridos embalsamados en traje oscuro y con la cara oculta detrás de un violoncelo. Es la danza de la mujer que creyó encontrar en el otro un interlocutor, para desahogarse, para ser escuchada. Pero sus esfuerzos no parecen dar los frutos esperados y por momentos el movimiento se convierte en una estéril cantaleta: “te niegas a contestarme, a discutir los problemas como la gente de bien, te niegas a mirarme a la cara” (1987:11) Sin embargo, la danza, como una ola, regresa a la calma, y Graciela retoma el dominio fácil de quien ya está más allá de la desesperación.

Nosotros, cual vecinos curiosos, fisgoneamos mientras tanto, esforzándonos por captar un poco de aquella pelea de pareja. Como espectadores, sólo nos queda interpretar, lanzar posibles hipótesis. Y cada gesto, cada línea nos dice algo de la ira, la pasión o la tristeza que todos hemos experimentado alguna vez en nombre del amor. Es por eso que este asunto nos atañe, es por eso que lo que se da en escena convoca nuestros sentidos.

Graciela es una obra de danza en todo el sentido de la palabra. Es decir, el elemento principal es el movimiento. Sus creadoras echan mano de la menor cantidad de ayudas escenográficas. El vestuario es sencillo, llamativo. Se trata de un vestido elegante y femenino, que permite a las intérpretes moverse, pero con dudosa libertad. Sin embargo, es coherente con el personaje y con el tema de la obra. Su color rojo sobresale en medio de la poca y oportuna luz que domina el escenario durante la mayor parte de la obra, y contrasta eficazmente con los trajes sobrios y formales de sus cuatro partenaires musicales.

Hay que destacar el uso que hacen las intérpretes de dos elementos: Un chal, al parecer del mismo material que el vestido, y unos tacones rojos. Ambos elementos son usados con propiedad y de manera creativa, contribuyendo a enriquecer la puesta en escena y a darle mayor fuerza expresiva a ciertos momentos.

El Violoncelo es el instrumento musical dominante de principio a fin, y ello, antes que imprimir monotonía, parece contribuir a  la unidad  y coherencia de  la obra. Las bailarinas se apoyan en la música  para dar el matiz necesario a cada escena, cada melodía aporta algo de variedad. Y así la música pasa a constituirse en un elemento potenciador del movimiento, aunque esa complementariedad no siempre sea del todo clara.

La propuesta coreográfica, a nivel colectivo, muestra variedad en la organización de sus elementos, sin que se pierda la unidad de conjunto; es decir, muestra "Unidad dentro de la variedad y variedad dentro de la unidad", la clave de la composición según Aristóteles. Diferentes niveles y formaciones, giros y saltos, en un continuo de 30 minutos en los que el escenario nunca está solo. Sin embargo, la propuesta individual, sobre todo a nivel técnico, no resulta ser tan exitosa. Como lo mencioné antes, el movimiento habla no sólo de Graciela, la obra, sino de la capacidad interpretativa y el dominio del cuerpo que exhiben las bailarinas: Juliana, Bibiana, Natalia y Ana Isabel. Hablando en términos generales, sus movimientos dicen que se trata de cuatro jóvenes bailarinas en etapa temprana de formación. Eso, por supuesto, no tiene por qué restarle valor a la obra;  Incluso puede agregárselo, si se tiene en cuenta la corta edad de estas Gracielas y el hecho de que hacer del cuerpo un instrumento eficaz para el escenario requiere tiempo y estudio.

Me explico: de la misma manera que el asistente a un concierto espera encontrarse con instrumentos afinados, el espectador de danza espera toparse en el escenario con cuerpos de bailarines,  cuerpos entrenados. No hablo necesariamente de bailarines atléticos y longilineos, sino de cuerpos que hayan interiorizado previamente un sistema de entrenamiento y un lenguaje especifico de movimiento. Es la técnica (Vaganova, Graham, Limón…) la que le imprime  al movimiento la definición, precisión y seguridad necesarias para lograr eficacia a la hora de enfrentar al espectador, a la hora de inquietarlo. Nuestras cuatro Gracielas quedan en deuda al presentarse ante nosotros con instrumentos que aún no están del todo afinados, y por eso, por momentos, su interpretación pierde contundencia. Sin embargo, como ya lo dije, afinar un instrumento como el cuerpo requiere tiempo.

Salgo de la obra con la sensación de que algo falta. Efectivamente, la obra es corta y se desarrolla vertiginosamente. Sin embargo, ¿es posible que tenga que ver con algo más que su brevedad o la incipiente técnica de sus intérpretes? Me atrevería a pensar más bien que esta sensación es la misma que dejan los buenos postres, esos que quieres disfrutar una y otra vez,  precisamente porque son deliciosos.  



García Márquez, Gabriel (1987). Diatriba de amor contra un hombre sentado.



lunes, 7 de marzo de 2011

Black Swan


Dirigida por Darren Aronofsky, Black Swan es un thriller psicológico protagonizado por Natalie Portman, Mila Kunis y Vincent Cassel, en los papeles de dos bailarinas de ballet y un coreógrafo, respectivamente; para una producción de El lago de los cisnes, en la ciudad de Nueva York.

El film de Aronofsky inicia con las imágenes de un sueño. Se trata de Nina (Portman), en el rol del cisne blanco, ejecutando una danza frenética en la que intenta librarse de un ave monstruosa que le acosa y persigue. El sueño de Nina, tal y como ella misma lo explica, corresponde al prólogo del clásico ballet en el que Rothbard, el mago búho, lanza su hechizo sobre la princesa Odette. Recordemos en qué consiste el conjuro: Odette, al entrar por error en los dominios de Rothbard, es secuestrada por éste y condenada a  asumir la forma de cisne durante el día. Sólo después de la media noche, recupera su forma humana. Pero si durante las horas nocturnas alguien le jura amor eterno, el hechizo se rompe y ella regresará a su forma original de bella y joven princesa.
“Todos conocemos la historia -dice Thomas (Cassel) a su compañía– pequeña niña, virgen, pura y dulce, atrapada en el cuerpo de un cisne. Desea libertad, pero sólo el amor verdadero romperá el hechizo. Su deseo es casi concedido en la forma de un príncipe. Pero, antes de que éste pueda declarar su amor, su gemela lujuriosa, el cisne negro, lo engaña y seduce. Devastada, el cisne blanco salta de un precipicio, matándose. Y en la muerte encuentra la libertad”
Así resume el argumento del célebre ballet, con música de Tchaikovsky y coreografía original de Marius Petipa, cuya versión completa fue estrenada en Moscú, en 1877. Si bien la obra se ha representado hasta el hartazgo; en esta ocasión,  Thomas quiere introducir una variante: que ambos cisnes sean interpretados por la misma bailarina. Este es el detonante de los eventos que le darán forma a la trama del film. A partir de este momento, Nina deberá librar una doble batalla: frente a sus compañeras, condensadas en Lily (Kunis), y contra sus propios demonios. 
Tanto la obra de Petipa como la de Aronofsky abordan la lucha entre el bien y el mal. Petipa, por ejemplo, nos la muestra a través del enfrentamiento entre un inocente cisne blanco y su malvado gemelo negro. En cambio,  Black Swan va un poco más allá y escenifica esa lucha en el interior del alma humana. El rol de héroes y villanos de la obra de Petipá, es asumido en Black Swan por los ángeles y demonios internos de Nina. Este film es la escenificación de la naturaleza humana en toda su diversidad y complejidad. 
Pero, ¿Quién es Nina? La bailarina más dedicada de la compañía, la inocente y angelical niña de movimientos perfectos. Aún vive con su madre, una exbailarina que no pudo concretar el sueño de ser estrella  debido a su embarazo. Por lo tanto, ahora es la principal tutora de su hija y cuida sus pasos celosamente. Sometida al rígido control materno, Nina, a sus 28 años de edad, vive como si todavía fuese una niña, en un dormitorio plagado de muñecos y sábanas color rosa. 


Nina está atrapada en el sueño de su madre, condenada a terminar la carrera inconclusa de ésta.  El resultado es  una Nina parcial, incompleta, de la que los demás sólo ven lo que su madre les ha permitido ver. ¿El resto? Aunque rezagado, no es del todo oculto. Hay cosas que no se pueden extinguir, y lo reprimido aflorar en el cuerpo transformado en síntoma. Si algo enseña la danza, y en eso parece estar de acuerdo Aronofsky, es que el cuerpo nunca miente; es por eso que el salpullido en la piel de la protagonista no es un signo gratuito.
Thomas es el Rothbard de este film, el mago que, al igual que en el clásico ballet, pugna por lograr que el cisne negro entre en escena. Es él quien, en la obra de Petipa, lleva el cisne negro a la fiesta del príncipe y lo hace pasar por Odette. Para Thomas, Nina no es más que una niña frígida, un cadáver duro y frío. Poco le interesa su depurada técnica o su férrea disciplina; para él, la perfección no se trata sólo de control, se trata también de relajarse, entregarse y trascender la técnica. “¡No tan controlada, seduce!”, le grita en los ensayos. Quiere ver pasión, ira y sensualidad emanando de cada movimiento,y es por eso que la insta y presiona para que deje salir el lado malvado y pecaminoso que todos llevamos dentro, nuestro cisne negro.

Thomas sabe de la existencia de esa otra faceta, que, aunque escondida, lucha por hacerse visible. Pero, a diferencia de la obra de Petipa, no será el amor el que le brinde la anhelada libertad a su cisne negro, sino el deseo. Es por eso  que Thomas reta a Nina: “eres débil y cobarde, libérate; la única persona en tu camino eres tú, es hora de dejarla ir”. Y, luego, le enseña que el cuerpo puede ser un camino: “tengo una tarea para ti: ve a casa y tócate, disfruta del sexo, vive la vida”. 

En efecto, el papel del amor en este film es uno muy distinto al que propone la pieza de ballet original. Por lo menos aquí se plantea desligada de la idea de eternidad, tan común en los cuentos de hadas. Si algo deja expuesto Aronofsky es el carácter efímero de los vínculos humanos. El film nos muestra cómo la aparente fortaleza de los lazos entre madre e hija se resquebraja y el vínculo entre Nina y Thomas se basa más en la pasión y el deseo que en una apacible relación de los esposos que aspiran a envejecer juntos. En esta película el deseo es ley, se desborda y rige por postulados hedonistas: no privarse de placer alguno. Entonces comer, trasnocharse y hasta masturbarse resulta una práctica bienvenida. Sí, Thomas, al igual que Rothbard, logra colar al cisne negro en la fiesta, vía el cuerpo.

Retomemos el argumento, y no olvidemos que, justo en el tercer acto, en pleno cumpleaños del príncipe, Rothbard se presenta disfrazado, y, con él, viene su hija, Odile, quien también se hace pasar por algo que no es; por Odette, para engañar al príncipe. Éste, convencido de que ella es su amada, le declara su amor. El príncipe rompe su juramento y, al darse cuenta del engaño, corre en busca de Odette, desesperado y confuso. Esta misma confusión enmarca gran parte de Black Swan. El límite entre lo real y lo ficticio se hace cada vez menos claro a medida que transcurren las escenas. Por momentos, el espectador se siente igual que el príncipe en la obra de Petipa, igual que Nina en la de Aronofsky.

Los esfuerzos de Thomas, tal y como ocurriera con Rothbard, dan sus frutos, y la metamorfosis de Nina en su malvada gemela poco a poco empieza a notarse. Nina se revela frente a su madre y rompe la ballerinita en que la ha convertido. Ahora, se permite ciertas licencias, como las drogas, el licor, el disfrute del sexo y la vida nocturna. La palabras de una maestra de ballet, mientras le enseña la variación del cisne negro, “Una fuerza malvada te está atrayendo y no puedes escapar, está fuera de tu control”, resume este momento. Y una vez más, dicha transformación se evidencia en el cuerpo mismo. Somos testigos de la metamorfosis no sólo psicológica sino física de Nina, vemos las plumas saliendo de su piel, su cuello alargarse y sus piernas retorcerse.

¿Y Lily? Ella representa la pasión, ira y sensualidad que Thomas quisiera ver en Nina. Por lo tanto, constituye un modelo, pero al mismo tiempo el principal rival de Nina. Sentimientos encontrados de atracción y repulsión hacen que en la protagonista la tensión interna sea cada vez más notoria y refuercen la perdida de límites entre lo real y lo ficticio. Nina ve reflejado en Lily  todo aquello que durante años ha mantenido oculto dentro de sí y que ahora pugna por salir. Ella no exhibe una impecable técnica, pero sí es natural, espontánea y seductora; es decir, es libertad pura, lo que supone, por supuesto, una seria amenaza para la protagonista y un progresivo aumento de la rivalidad a medida que se acerca el gran día del estreno. 
Al final, Thomas cumple la promesa que le hiciera  a su compañía al inicio de temporada: revivir al cisne negro, hacerlo visceral y real. Después de matar a la niña que la ha habitado, la Nina reprimida sale a escena transformada en maldad pura, en cisne negro. Con la muerte del cisne blanco, su gemela es finalmente libre para expresarse a plenitud. La paradoja es que si bien la coexistencia de ambos es imposible, sus vidas por separado también lo son. Se trata de las dos caras de una misma moneda; dos fuerzas antagonistas que necesariamente deben convivir, pero que, al mismo tiempo, buscan extinguirse. Es por eso que el trozo de vidrio que Nina incrusta en su abdomen no solo mata a la princesita que lleva dentro, mata todo lo que en ella es humano, lo bueno y lo malo, lo angelical y lo pecaminoso, a Odette y a Odile. A Nina, el cisne negro le trajo la muerte, pero también la anhelada perfección: “lo sentí, fue perfecto, fui perfecta”.



viernes, 4 de marzo de 2011

El qué y el para qué de la danza

En Las preguntas de la vida, el filósofo y escritor Fernando Savater dedica un capítulo al tema del arte y la belleza, que aborda con la claridad que suele caracterizarlo. Dicho capitulo es de especial interés para quienes construimos nuestro proyecto de vida alrededor de la danza, ya que puede arrojar luz sobre qué es nuestro arte y cuál su propósito.

Comencemos preguntándonos ¿qué es una pieza de danza, una coreografía? Parafraseando a  Savater, diríamos que es el resultado de un proceso de creación realizado por alguien a quien acostumbramos llamar Coreógrafo. El coreógrafo es una artista, un creador; es decir, alguien que fabrica algo que sin él nunca hubiera llegado a ser, algo que no estaba antes. Por supuesto, el punto de partida del proceso de composición es lo que ya existe.

Desde luego, no parece que sea “creador” tal como se supone que es dios, porque ni el mayor de los artistas puede sacar su obra de la nada. Siempre utiliza materiales previos (…) y se apoya más o menos en lo que hicieron sus antecesores, aunque sea para rechazarlos y buscar nuevos caminos. (Savater, 1999:236)
Está claro que la obra de danza no puede surgir de la nada, pero ella no solo es la transformación de lo que ya existe, ella es también el resultado de la personalidad misma del artista que la lleva a cabo, y por ello se le parece, es una prolongación de sí, un hijo que hereda los rasgos del padre. Es este estrecho parentesco entre el coreógrafo y su obra lo que le confiere a esta última su singularidad.

Ahora bien, ¿cuál es el propósito de esa pieza dancística? Según Platón (citado en Savater, 1999:230), la fuerza del arte reside en su capacidad de seducción, en su habilidad para producir placer. ¿Podría ser este el propósito de una pieza de danza: producir placer en quien la percibe y, quizá, en quien la concibe? La asociación del propósito de la danza con el placer no es nueva. Isadora Duncan, la pionera de la danza moderna, planteó, entre 1898 y 1899,  que el objeto de la sociedad es el placer, el más elevado, el más exquisito. Según la bailarina, un placer que, constituyendo un deleite para su tiempo, sea también progresión inconsciente para la mente. Duncan afirmó haber encontrado el instrumento para que la sociedad traduzca esa progresión feliz: el cuerpo humano, y su lenguaje, que es el movimiento.

Pero, ¿qué es lo placentero? Savater (1999:221) lo define como todo aquello que no solo nos produce una sensación físicamente grata, sino todo aquello ante lo que sentimos aprobación. Sin embargo, el autor es claro al plantear que existen diferentes tipos de placeres, entre los que destaca, de modo especial, los de la belleza. Es decir, no es lo mismo el placer que se experimenta al consumir un delicioso plato de comida, o el placer que genera ver a otro realizar una acción generosa, que aquel que surge al apreciar, por ejemplo, Serenade, de Balanchine.


La diferencia fundamental reside en que tanto la gratificación de las necesidades biológicas como el aprecio de lo bueno cumplen una función específica: la primera, responde a los afanes primordiales de comida, bebida, cobijo, comodidad, recompensa sexual; y la segunda, cumple la necesaria función social de regular la convivencia. El deleite producido por la belleza es en cambio el único verdaderamente desinteresado y libre.

Pero Kant (citado en Savater, 1999:225) va más allá y distingue entre la belleza adherente y la belleza libre. La adherente es la que corresponde a aquellas cosas cuyo objetivo conocemos, un placer que no podemos desligar del todo de nuestro conocimiento del “para que” sirve. La belleza libre, en cambio, es la resultante de un atardecer, una pintura de Kandinski o una sinfonía de Beethoven; es decir, una belleza sin sentido, que, según Kant, es la que con mayor pureza y nitidez suscita el placer estético.

En este sentido, la obra de danza verdaderamente bella no debería cumplir función alguna ni tener una utilidad concreta, la verdadera obra de arte es desinteresada, y por eso es que toda creación que revela un propósito (social, político, religioso o comercial) diferente  al de expresarse a  sí misma resulta, por lo menos, sospechosa. El concepto Kantiano de belleza libre, aplicado a la danza, nos remite a piezas coreográficas que estén al servicio de sí mismas, que sean fines y no medios, que salvaguarden la autonomía de la danza, incluso respecto a las restantes artes.

Recordemos que algo así planteó Balanchine, uno de los padres de la llamada escuela neoclásica,  al enfatizar la radical separación entre danza y narración, quizá como respuesta a siglos de tradición en los que los coreógrafos se dedicaron a representar cuentos de hadas sobre los escenarios, en los que la danza estaba al servicio de la literatura, y el coreógrafo ejercía como cuentero.  Petipá fue un maestro en este campo, y ballets como La bella durmiente o El lago de los cisnes son algunos de los más celebres ejemplos.

Para Balanchine, la danza no tenía por qué contar historias, quizá sugerir alguna idea o  recrear una atmósfera, pero nada más. Pensémoslo: si es el movimiento el que define a la danza, entonces el resto es accesorio; es quizá por eso que en los ballets del coreógrafo la danza era protagonista. En ellos, no solo la historia era eliminada, sino que elementos como el decorado y vestuario debían ocupar papeles secundarios y estar al servicio de la coreografía, no al contrario. Ello garantizaba la autonomía de nuestro arte, su inutilidad y, por lo tanto, un resultado libre, tal  y como lo querría Kant. Como siempre sostuvo el coreógrafo, parafraseando a Stravinsky, su habitual colaborador musical, “la danza no puede expresar nada. La danza se expresa a sí misma” (Citado en Abad, 2004:267)

Hasta aquí hemos hablado de la belleza, pero ¿Qué hay de la fealdad? Si reconocemos que lo que pretende el arte es producir belleza, ¿en dónde ubicaríamos la propuesta estética de una coreógrafa como Mary Wigman? El más alto exponente de la danza expresionista alemana se destacó por exhibir una estética feísta, que parecía negar todos los cánones hasta entonces asociados a nuestro arte. Su técnica, caracterizada por la angulosidad y por un tratamiento descarnado de los temas, solía presentar el lado más oscuro de la personalidad humana. Wigman, tal y como lo afirma Abad (2004:198-199) dio paso a un nuevo tipo de danza en el que se acentuaba el lado oscuro de la realidad y de la psique en un intento de que la danza se alejara del preciosismo que hasta entonces, y muy en concreto en el ámbito del ballet, la había caracterizado.



Savater, en su texto, no pasa por alto este tipo de arte, sobre todo el más contemporáneo, que nos abruma con distorsiones de la forma, nos enfrenta a lo monstruoso, nos familiariza con los desgarramientos del alma humana. El filósofo se pregunta, respecto a la obra de arte, si tiene que ser siempre bella, si tiene que fundarse explícitamente en la armonía y equilibrio entre las partes, en la perfección del conjunto, o, si por el contrario, puede acogerse también a lo disonante e incluso a lo deforme. En otras palabras, si en la coreografía, además del bien, la verdad y la belleza, pueden sumarse ahora el mal, lo falso y lo feo. Y es que lo que en arte llamamos belleza, si es que admitimos que lo que pretende el arte es producir belleza, tiene poco que ver en muchas ocasiones con el sentimiento de agrado o de placidez.

Lo que enseña el arte contemporáneo es que lo desagradable puede resultar atractivo. Entonces, ¿es en la facultad de atraer, y no en la belleza en sí, en donde reside el secreto del arte? Tal parece que así es. “Lo bello no gusta ni disgusta, sino que nos detiene”, afirma Alain (Citado por Savater, 1999:238). Según  este criterio, lo realmente hermoso es todo aquello en lo que no hay más remedio que fijarse. Más que buscar nuestra complacencia o nuestro acuerdo, el arte reclama nuestra atención. Su fuerza no reside tanto en su capacidad de producir placer, como afirmó Platón, sino en su capacidad de inquietar. En palabras de Savater:

Nos estremece lo que no nos permite pasar de largo, lo que nos agarra, sujeta y zarandea: la evidencia de lo real, deslumbrante y atroz, que nunca habíamos advertido antes en su pureza y desnudez implacables. Paradoja de la belleza, que a veces es experimentada como beatitud y en otras ocasiones como escalofrío. (1999:238)
Si lo pensamos bien, tiene sentido. Una buena coreografía es la que nos obliga a hacer un alto en el camino, la que atrae, la que inquieta, la que desasosiega, ¿Por qué? Porque es una forma de conocimiento, una vía de comprensión de lo que existe. El arte nos ayuda a contemplar el mundo real tal y como es, en toda su crudeza, sin velos, y eso incluye a veces lo terrible y absurdo de éste. De esta manera, el coreógrafo, como el resto de los artistas, tiene el papel de enriquecer decisivamente la comprensión de la vida humana, de revelar lo que significa habitar como humanos en la complejidad del mundo.

Abad, Ana (2004). Historia del ballet y de la danza moderna. Alianza Editorial, S. A. Madrid.
Savater, Fernando (1999). Las preguntas de la vida. Editorial Ariel, S. A. Barcelona