En Las preguntas de la vida, el filósofo y escritor Fernando Savater dedica un capítulo al tema del arte y la belleza, que aborda con la claridad que suele caracterizarlo. Dicho capitulo es de especial interés para quienes construimos nuestro proyecto de vida alrededor de la danza, ya que puede arrojar luz sobre qué es nuestro arte y cuál su propósito.
Comencemos preguntándonos ¿qué es una pieza de danza, una coreografía? Parafraseando a Savater, diríamos que es el resultado de un proceso de creación realizado por alguien a quien acostumbramos llamar Coreógrafo. El coreógrafo es una artista, un creador; es decir, alguien que fabrica algo que sin él nunca hubiera llegado a ser, algo que no estaba antes. Por supuesto, el punto de partida del proceso de composición es lo que ya existe.
Desde luego, no parece que sea “creador” tal como se supone que es dios, porque ni el mayor de los artistas puede sacar su obra de la nada. Siempre utiliza materiales previos (…) y se apoya más o menos en lo que hicieron sus antecesores, aunque sea para rechazarlos y buscar nuevos caminos. (Savater, 1999:236)
Está claro que la obra de danza no puede surgir de la nada, pero ella no solo es la transformación de lo que ya existe, ella es también el resultado de la personalidad misma del artista que la lleva a cabo, y por ello se le parece, es una prolongación de sí, un hijo que hereda los rasgos del padre. Es este estrecho parentesco entre el coreógrafo y su obra lo que le confiere a esta última su singularidad.
Ahora bien, ¿cuál es el propósito de esa pieza dancística? Según Platón (citado en Savater, 1999:230), la fuerza del arte reside en su capacidad de seducción, en su habilidad para producir placer. ¿Podría ser este el propósito de una pieza de danza: producir placer en quien la percibe y, quizá, en quien la concibe? La asociación del propósito de la danza con el placer no es nueva. Isadora Duncan, la pionera de la danza moderna, planteó, entre 1898 y 1899, que el objeto de la sociedad es el placer, el más elevado, el más exquisito. Según la bailarina, un placer que, constituyendo un deleite para su tiempo, sea también progresión inconsciente para la mente. Duncan afirmó haber encontrado el instrumento para que la sociedad traduzca esa progresión feliz: el cuerpo humano, y su lenguaje, que es el movimiento.
Pero, ¿qué es lo placentero? Savater (1999:221) lo define como todo aquello que no solo nos produce una sensación físicamente grata, sino todo aquello ante lo que sentimos aprobación. Sin embargo, el autor es claro al plantear que existen diferentes tipos de placeres, entre los que destaca, de modo especial, los de la belleza. Es decir, no es lo mismo el placer que se experimenta al consumir un delicioso plato de comida, o el placer que genera ver a otro realizar una acción generosa, que aquel que surge al apreciar, por ejemplo, Serenade, de Balanchine.
La diferencia fundamental reside en que tanto la gratificación de las necesidades biológicas como el aprecio de lo bueno cumplen una función específica: la primera, responde a los afanes primordiales de comida, bebida, cobijo, comodidad, recompensa sexual; y la segunda, cumple la necesaria función social de regular la convivencia. El deleite producido por la belleza es en cambio el único verdaderamente desinteresado y libre.
Pero Kant (citado en Savater, 1999:225) va más allá y distingue entre la belleza adherente y la belleza libre. La adherente es la que corresponde a aquellas cosas cuyo objetivo conocemos, un placer que no podemos desligar del todo de nuestro conocimiento del “para que” sirve. La belleza libre, en cambio, es la resultante de un atardecer, una pintura de Kandinski o una sinfonía de Beethoven; es decir, una belleza sin sentido, que, según Kant, es la que con mayor pureza y nitidez suscita el placer estético.
En este sentido, la obra de danza verdaderamente bella no debería cumplir función alguna ni tener una utilidad concreta, la verdadera obra de arte es desinteresada, y por eso es que toda creación que revela un propósito (social, político, religioso o comercial) diferente al de expresarse a sí misma resulta, por lo menos, sospechosa. El concepto Kantiano de belleza libre, aplicado a la danza, nos remite a piezas coreográficas que estén al servicio de sí mismas, que sean fines y no medios, que salvaguarden la autonomía de la danza, incluso respecto a las restantes artes.
Recordemos que algo así planteó Balanchine, uno de los padres de la llamada escuela neoclásica, al enfatizar la radical separación entre danza y narración, quizá como respuesta a siglos de tradición en los que los coreógrafos se dedicaron a representar cuentos de hadas sobre los escenarios, en los que la danza estaba al servicio de la literatura, y el coreógrafo ejercía como cuentero. Petipá fue un maestro en este campo, y ballets como La bella durmiente o El lago de los cisnes son algunos de los más celebres ejemplos.
Para Balanchine, la danza no tenía por qué contar historias, quizá sugerir alguna idea o recrear una atmósfera, pero nada más. Pensémoslo: si es el movimiento el que define a la danza, entonces el resto es accesorio; es quizá por eso que en los ballets del coreógrafo la danza era protagonista. En ellos, no solo la historia era eliminada, sino que elementos como el decorado y vestuario debían ocupar papeles secundarios y estar al servicio de la coreografía, no al contrario. Ello garantizaba la autonomía de nuestro arte, su inutilidad y, por lo tanto, un resultado libre, tal y como lo querría Kant. Como siempre sostuvo el coreógrafo, parafraseando a Stravinsky, su habitual colaborador musical, “la danza no puede expresar nada. La danza se expresa a sí misma” (Citado en Abad, 2004:267)
Hasta aquí hemos hablado de la belleza, pero ¿Qué hay de la fealdad? Si reconocemos que lo que pretende el arte es producir belleza, ¿en dónde ubicaríamos la propuesta estética de una coreógrafa como Mary Wigman? El más alto exponente de la danza expresionista alemana se destacó por exhibir una estética feísta, que parecía negar todos los cánones hasta entonces asociados a nuestro arte. Su técnica, caracterizada por la angulosidad y por un tratamiento descarnado de los temas, solía presentar el lado más oscuro de la personalidad humana. Wigman, tal y como lo afirma Abad (2004:198-199) dio paso a un nuevo tipo de danza en el que se acentuaba el lado oscuro de la realidad y de la psique en un intento de que la danza se alejara del preciosismo que hasta entonces, y muy en concreto en el ámbito del ballet, la había caracterizado.
Savater, en su texto, no pasa por alto este tipo de arte, sobre todo el más contemporáneo, que nos abruma con distorsiones de la forma, nos enfrenta a lo monstruoso, nos familiariza con los desgarramientos del alma humana. El filósofo se pregunta, respecto a la obra de arte, si tiene que ser siempre bella, si tiene que fundarse explícitamente en la armonía y equilibrio entre las partes, en la perfección del conjunto, o, si por el contrario, puede acogerse también a lo disonante e incluso a lo deforme. En otras palabras, si en la coreografía, además del bien, la verdad y la belleza, pueden sumarse ahora el mal, lo falso y lo feo. Y es que lo que en arte llamamos belleza, si es que admitimos que lo que pretende el arte es producir belleza, tiene poco que ver en muchas ocasiones con el sentimiento de agrado o de placidez.
Lo que enseña el arte contemporáneo es que lo desagradable puede resultar atractivo. Entonces, ¿es en la facultad de atraer, y no en la belleza en sí, en donde reside el secreto del arte? Tal parece que así es. “Lo bello no gusta ni disgusta, sino que nos detiene”, afirma Alain (Citado por Savater, 1999:238). Según este criterio, lo realmente hermoso es todo aquello en lo que no hay más remedio que fijarse. Más que buscar nuestra complacencia o nuestro acuerdo, el arte reclama nuestra atención. Su fuerza no reside tanto en su capacidad de producir placer, como afirmó Platón, sino en su capacidad de inquietar. En palabras de Savater:
Nos estremece lo que no nos permite pasar de largo, lo que nos agarra, sujeta y zarandea: la evidencia de lo real, deslumbrante y atroz, que nunca habíamos advertido antes en su pureza y desnudez implacables. Paradoja de la belleza, que a veces es experimentada como beatitud y en otras ocasiones como escalofrío. (1999:238)
Si lo pensamos bien, tiene sentido. Una buena coreografía es la que nos obliga a hacer un alto en el camino, la que atrae, la que inquieta, la que desasosiega, ¿Por qué? Porque es una forma de conocimiento, una vía de comprensión de lo que existe. El arte nos ayuda a contemplar el mundo real tal y como es, en toda su crudeza, sin velos, y eso incluye a veces lo terrible y absurdo de éste. De esta manera, el coreógrafo, como el resto de los artistas, tiene el papel de enriquecer decisivamente la comprensión de la vida humana, de revelar lo que significa habitar como humanos en la complejidad del mundo.
Abad, Ana (2004). Historia del ballet y de la danza moderna. Alianza Editorial, S. A. Madrid.
Savater, Fernando (1999). Las preguntas de la vida. Editorial Ariel, S. A. Barcelona
ME ALEGRA ENORMEMENTE QUE TE HAYAS DECIDIDO A CREAR EL BLOG QUE SEGURAMENTE TE PERMITIRÁ EXPRESAR MUCHO ACERCA DE LA DANZA COMO TAL, ADEMAS Y TENIENDO EN CUENTA QUE POCO SE HABLA DE LO QUE AQUI SE HACE A NIVEL DANCISTICO, NO LO HE LEÍDO COMPLETAMENTE PERO EN LO QUE VA ME PARECE SUPER INTERESANTE ADEMAS PORQUE ABORDA TEMAS SUPREMAMENTE IMPORTANTES EN ESTE CAMPO, TE MANDO UN FUERTE ABRAZO Y MIL FELICITACIONES A LA VEZ QUE TE DESEO MUCHOS EXITOS.
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