domingo, 24 de abril de 2011

La coronación del Zipa


Se  trata de un “ballet contemporáneo”, que se desarrolla a lo largo de 40 minutos, en un acto y catorce escenas. La música y argumento original es del maestro Carlos Posada Amador, un antioqueño que, en 1991, compuso este ballet a partir de la leyenda del Dorado. Ahora, esta obra es estrenada en nuestra ciudad por un foráneo. Efectivamente, la Coreografía, dirección artística y reinterpretación argumental corre por cuenta de René Ydrogo, un venezolano que reside en Medellín desde hace solo 3 años. Sólo este par de antecedentes, sumado al hecho de poner 13 bailarines en escena y a ser la obra ganadora de la beca de creación artística 2010, en la modalidad ballet, le dan a La coronación del Zipa, de entrada, un matiz muy atractivo.
El programa de mano no puede ser más claro, es por eso que me atrevo a transcribir el argumento sin cambiar una sola coma:
Es leyenda que los Chibchas, pueblo indígena de Colombia, elegían y coronaban a sus gobernantes o Zipas, en una ceremonia especial. En un claro del bosque, a orillas de la laguna Guatavita, ante el altar del dios Bochica, tenía lugar la ceremonia. Cuatro eran las pruebas de aptitud para gobernar que se imponían a los pretendientes a la corona: la de habilidad, la de ayuda piadosa al desvalido, la de dominio de sí mismo y la de valentía. Así era elegido y coronado el triunfador  en todas las pruebas.
La coronación del Zipa es un drama; es decir, lo que se desarrolla en escena es una serie de acciones que dan forma a un ritual. En dicho ritual, unos personajes llevan a cabo acciones y esas acciones terminan configurando una historia. No es gratuito que esta obra esté estructurada en escenas y que cada una de ellas describa un momento de esa historia, que inicia con una comunidad sin un líder, se desarrolla a través de unas pruebas para elegirlo y culmina con la coronación de uno de ellos al que llaman El zipa.

Ahora bien, ¿de qué recursos se vale Ydrogo para representarnos esta historia? Además de la plástica y la música, el coreógrafo, en lo que respecta a movimiento, echa mano de dos ayudas principales: la pantomima y la danza. Diríamos entonces que La coronación del Zipa es un espectáculo coreográfico narrativo, un representante moderno de los ballets pantomima, que fueran tan populares durante el siglo XVIII y que el célebre Noverre rebautizara con el nombre de ballets de acción.
Recordemos que la pantomima, forma de expresión artística basada en gestos y ademanes, fue también de uso habitual en las obras románticas e imperiales, los ballets del siglo XIX. Es quizá por eso que al ver La coronación del Zipa nos sentimos presos de una experiencia déjà vu, como si reviviéramos fragmentos de los llamados clásicos. Se trata pues, de una ceremonia religiosa plagada de gestos solemnes, reverencias, saludos y caminatas; es decir, el repertorio propio de un ritual. Sin embargo, el factor mimo parece imprimirle a la obra un cierto matiz de vetusto y viejo, y contribuir a su ritmo lento y monótono.
Ahora bien, ¿es posible contar una historia sin recurrir al mimo? Claro que sí. Según la historiadora rusa Natalia Roslayeva (Citada en abad, 2004:81), “Petipa aprendió de Perrot la capacidad de contar una historia por medio de la coreografía, más que por el uso extensivo del mimo, que hasta entonces había sido la manera fundamental de hacerlo”. Pero, si lo que buscamos es un ejemplo más reciente y afín a la obra de Ydrogo, entonces debemos remitirnos a Nijinska y a su coreografía Las bodas. Se trata de un ballet basado en un ritual y concebido para la compañía de Dighilev, en 1922. El propósito de la coreógrafa fue recrear una boda campesina rusa en toda su austeridad y crudeza. La obra de Nijinska y la de Ydrogo tienen en común, además del tema, la pretendida fusión entre el ballet y la estética contemporánea. En efecto, sin dejar de lado el código académico, Ydrogo introduce variaciones estilísticas que nos recuerdan a los primeros y más polémicos experimentos de Nijinsky y, por supuesto, a los de su hermana años después: pies flexionados, brazos en posiciones atípicas, giros en demi plie, piernas paralelas y utilización de niveles bajos y medios.
En Las bodas, dichos elementos configuran una estética ceremonial claramente influida por las primeras vanguardias del siglo XX y por el trabajo realizado por su hermano años atrás en La consagración de la primavera. La obra es necesariamente solemne, sin embargo, no por ello cae en la monotonía y el estatismo. La coreografía de Nijinska es movimiento perpetuo, marcado por un constante devenir en infinitas formas y composiciones geométricas, y es también la prueba de que es posible crear un ballet ritual con una estética contemporánea sin sacrificar la riqueza del código académico y sin limitar el desarrollo dramático a la pantomima.
En La coronación del Zipa, el resultado de tal fusión de códigos es poco claro. No se percibe una complementariedad que de origen, partiendo de dos lenguajes diferentes, a uno nuevo, seguramente más completo y rico a nivel expresivo. Por el contrario, los espectadores observamos trozos de uno y otro, que aparecen en diferentes momentos de la obra y sin ningún orden aparente.   La obra se convierte así en una colcha de retazos, en la que nos sentimos, por momentos, frente a un ejemplo de pieza contemporánea; y en otros, frente a un ballet del siglo XIX.
Basta con comparar los enchainements (serie de pasos unidos a la manera de una frase musical) de las diferentes escenas, para comprobar la divergencia estética entre unas y otras. En la denominada Invocación a Bochica, por ejemplo, el coreógrafo parece regirse por una estética más contemporánea, que privilegian la continuidad del movimiento, de modo que cada paso, al concluir, sirve de preparación para el siguiente. Vale decir que es en estos momentos en los que la obra adquiere dinamismo.  Pero, en la mayoría de las restantes escenas, el coreógrafo toma una postura más clásica para brindarnos frases entrecortadas conformadas por pasos y poses, pausas y preparaciones. Quiere decir esto que si bien utiliza ambos lenguajes, éstos pocas veces logran conjugarse.  El resultado: falta de coherencia y claridad. No en cuanto al argumento, que el programa de mano se encarga de dejar claro, sino en lo que respecta a la propuesta estética de la obra.
Otro de los factores que contribuye a la pesadez de la obra es la música. Con el debido respeto por el fallecido Carlos Posada Amador, no estoy seguro de que su pieza musical sea el mejor ejemplo de una composición para danza. El hecho de que lo divida en escenas e intente configurar una historia no lo hace un ballet. Sospecho que nos encontramos pues frente al músico que cree que componer un ballet es crear una partitura para que luego el coreógrafo le agregue movimiento a cada una de sus negras y corcheas. Esta música fue creada para un ballet en el papel, sin pensar en el movimiento, sin pensar en la posterior puesta en escena ni en las necesidades específicas de coreógrafos e intérpretes. El mismo programa de mano nos advierte que esta pieza musical fue inicialmente un poema sinfónico. En mi opinión, debió quedarse así; y con ello le habría evitado dolores de cabeza a Ydrogo y a sus bailarines. Insisto en que es una pieza monótona, y resulta muy difícil lograr que la coreografía se mantenga al margen de dicha influencia.
¿Se puede bailar la composición de Posada? Es posible. Hay quienes dicen que todo puede ser bailado. Lo que sí está claro es que los bailarines de Ydrogo no lo lograron. En La coronación del Zipa la música cumple un modesto papel de ambientación, ¿o es la coreografía la que sirve de ambientación a la música? El caso es que no se aprecia una relación clara  entre partitura y movimiento; es notorio que la música no fue pensada para ser coreografiada y que la coreografía parece pasar por alto la música. Dos elementos que, al parecer, fueron puestos juntos de manera forzada y es por eso que no tienen el mismo norte. No obstante, y por desgracia para la coreografía, es la música la que termina imponiendo su ritmo somnoliento.
Hablemos del aspecto técnico. En términos generales, el nivel de exigencia planteado por la coreografía es superior a las capacidades reales de los intérpretes. Cuando el movimiento se torna más demandante y el lenguaje más académico, el resultado es… desconcertante. No tengo otra palabra para calificar la sensación que, como espectador, se experimenta al toparse con cuerpos en apuros, cuerpos superados por la técnica. En un código tan específico como el ballet, los movimientos están tan claramente definidos que su mala ejecución es reconocida con facilidad. No se puede especular con movimiento de estas características. Si el intérprete no consigue hacer un assemble correctamente, es mejor que no lo haga.
Esto, desde luego, no ocurre con todos los bailarines de La coronación del Zipa. Cómo no destacar el trabajo realizado por katherine Laiton, Darwin Giraldo y, en menor medida, por Luisa Muñoz. Sin embargo, es lamentable que los dos primeros no hayan sido aprovechados mejor, al ser evidente que, de los trece miembros del grupo, son los mejor entrenados en la técnica clásica. En general, el desempeño de las mujeres resulta ser el más aceptable. Los hombres, a los que curiosamente se les da mayor protagonismo, se ven pesados y ansiosos por mostrar un virtuosismo que no poseen. Su torpeza técnica es llevada al límite al intentar realizar movimientos propios del llamado grand allegro, danza aérea de gran fuerza y control, que pocos interpretes se dan el lujo de dominar a cabalidad.
En cuanto a escenografía, el coreógrafo opta por la austeridad: un telón de fondo y una escultura que representa a Bochica. Ydrogo opta por una representación abstracta del dios chibcha, con lo que el espectador sólo se entera de quién se trata después de leer el programa de mano.
A nivel de luces, predominan los tonos ocres: amarillo, naranja, rojo y dorado; colores que, al parecer, hacen alusión a la orfebrería chibcha. Predominan los planos generales, y cuando se usan cenitales es para resaltar con eficacia el trabajo de solistas y dúos.
Llama la atención el vestuario, en el que predominan las mallas o leotardos, prendas que no son del todo coherentes con la vestimenta indígena. Este hecho es mitigado un poco con los incipientes accesorios que intentan simular algo de la orfebrería chibcha.
La coronación del Zipa es una propuesta ambiciosa. Basta mirar el punto de partida: el tema, el enfoque estético y los recursos de que dispuso el coreógrafo. Sin embargo, la materialización de dicha idea, el resultado final, no parece estar a la altura de las expectativas iniciales. Se trata pues de una pieza monótona y confusa, en la que no queda claro a qué le apunta su creador.
Dudo que la obra de Ydrogo sea recordada por su aporte estético, sin embargo, estoy seguro que se convertirá en un referente obligado al hablar de la historia del ballet en Medellín, por constituir uno de los pocos ejemplos de coreografía inédita.  Es un respiro poder ver algo diferente a los clásicos remontajes a los que nos tienen acostumbrados las academias de la ciudad, y sólo ese hecho la hace una pieza digna de ser tenida en cuenta.
Ydrogo toma un riesgo que pocos nos atrevemos a tomar: crear. Y se trata seguramente del primer paso en el  proceso de formación como coreógrafo. Como todo proceso, es una mezcla de aciertos y desaciertos. Es decir, una posibilidad infinita de aprendizaje, no solo para este venezolano, sino además para nosotros. Sobre todo para nosotros, los bailarines, coreógrafos, y docentes de la ciudad. Lo más sensato que podemos decirle a Ydrogo y a sus bailarines es: gracias por compartirnos parte de esa experiencia de creación y por permitirnos aprender de ella.



Abad, Ana (2004). Historia del ballet y de la danza moderna. Alianza Editorial, S. A. Madrid.

viernes, 11 de marzo de 2011

Graciela


A lo largo de su carrera como coreógrafo, Balanchine no dudó en sostener que “el ballet es una mujer”; frase que me atrevería a aplicar a la danza en general. Graciela, obra de danza contemporánea,  materializa dicha afirmación, porque Graciela es, en efecto, una mujer. Danza creada e interpretada por mujeres, para nombrar lo femenino, para autonombrarse. Y en ese proceso, el hombre, por supuesto, no es excluido. Desde el inicio de la obra, el componente masculino es y será un referente constante, para amarle y odiarle, para autoafirmarse y para negarse, como si las cuatro coreógrafas/interpretes intentaran recordarnos que para hablar de algo tiene que hacerse siempre tomando como punto de partida su complemento (otros dirían su opuesto).

La obra inicia con un abrazo entre un hombre y una mujer, con la misma intimidad con que inician las historias de amor, así éstas después se trunquen. Luego, ellos y ellas asumen su lugar. Los hombres, un cuarteto de violoncelos, se ubican en un segundo plano, y pareciera que su función es ejercer como elemento del decorado, telón de fondo o música de ambientación. Pero no, ellos son un personaje, uno esencial: un maniquí. De hecho, las cuatro bailarinas parecen bailar únicamente para estos cuatro caballeros, con lo que la obra adquiere así un carácter intimista, del que los espectadores no podemos evitar sentirnos excluidos. Asistimos a una escena casera,  ¿una pelea, una despedida, un acto de pasión que se desarrolla entre dos amantes, y de la que nosotros somos testigos sólo por casualidad?

“Nada se parece tanto al infierno como un matrimonio feliz”. Esta frase, impresa en el programa de mano, parece darnos la clave: hombres y  mujeres juntos, dando vida a lo que solemos llamar una relación de pareja.  Es extraída de un monologo escrito por Gabriel García Márquez, en 1987.

En efecto, la obra literaria nos da algunas pistas. Basada en el libro de nuestro premio nobel de literatura, Diatriba de amor contra un hombre sentado, la obra de danza toma el nombre de la protagonista del libro: Graciela. Las cuatro intérpretes dan vida a una mujer que vive el ocaso de su matrimonio y, harta de empeñarse con todos sus meritos en hacerse digna de otro, harta de esperar a que llegue la felicidad, harta de vivir en ese infierno llamado matrimonio, se rebela contra su marido, contra la vida y contra todo. Eso es Graciela, la danza de una mujer que ya se cansó, la coreografía de una insubordinación femenina, más que contra los hombres, contra el machismo, porque, como bien lo señala Graciela: machistas somos “todos los hombres y todas las mujeres” (1987:23).

Los espectadores somos testigos de la autorecriminación, de los reproches interminables hacia ese otro, pero sobre todo, hacia sí misma. Cada movimiento es un desahogo, una catarsis. Vemos a la Graciela de García Márquez encarnarse en los cuerpos de las bailarinas y pasar por todos los estados emocionales de quien hace el balance final de un error. Ira ante la ceguera del otro que tuvo el amor en casa y no supo reconocerlo, ira ante sí misma por pensar que era amor, y nostalgia por la vida que se fue, por la juventud desperdiciada, por la felicidad perdida.

La coreografía se desarrolla ante esos maniquís, esos cuatro maridos embalsamados en traje oscuro y con la cara oculta detrás de un violoncelo. Es la danza de la mujer que creyó encontrar en el otro un interlocutor, para desahogarse, para ser escuchada. Pero sus esfuerzos no parecen dar los frutos esperados y por momentos el movimiento se convierte en una estéril cantaleta: “te niegas a contestarme, a discutir los problemas como la gente de bien, te niegas a mirarme a la cara” (1987:11) Sin embargo, la danza, como una ola, regresa a la calma, y Graciela retoma el dominio fácil de quien ya está más allá de la desesperación.

Nosotros, cual vecinos curiosos, fisgoneamos mientras tanto, esforzándonos por captar un poco de aquella pelea de pareja. Como espectadores, sólo nos queda interpretar, lanzar posibles hipótesis. Y cada gesto, cada línea nos dice algo de la ira, la pasión o la tristeza que todos hemos experimentado alguna vez en nombre del amor. Es por eso que este asunto nos atañe, es por eso que lo que se da en escena convoca nuestros sentidos.

Graciela es una obra de danza en todo el sentido de la palabra. Es decir, el elemento principal es el movimiento. Sus creadoras echan mano de la menor cantidad de ayudas escenográficas. El vestuario es sencillo, llamativo. Se trata de un vestido elegante y femenino, que permite a las intérpretes moverse, pero con dudosa libertad. Sin embargo, es coherente con el personaje y con el tema de la obra. Su color rojo sobresale en medio de la poca y oportuna luz que domina el escenario durante la mayor parte de la obra, y contrasta eficazmente con los trajes sobrios y formales de sus cuatro partenaires musicales.

Hay que destacar el uso que hacen las intérpretes de dos elementos: Un chal, al parecer del mismo material que el vestido, y unos tacones rojos. Ambos elementos son usados con propiedad y de manera creativa, contribuyendo a enriquecer la puesta en escena y a darle mayor fuerza expresiva a ciertos momentos.

El Violoncelo es el instrumento musical dominante de principio a fin, y ello, antes que imprimir monotonía, parece contribuir a  la unidad  y coherencia de  la obra. Las bailarinas se apoyan en la música  para dar el matiz necesario a cada escena, cada melodía aporta algo de variedad. Y así la música pasa a constituirse en un elemento potenciador del movimiento, aunque esa complementariedad no siempre sea del todo clara.

La propuesta coreográfica, a nivel colectivo, muestra variedad en la organización de sus elementos, sin que se pierda la unidad de conjunto; es decir, muestra "Unidad dentro de la variedad y variedad dentro de la unidad", la clave de la composición según Aristóteles. Diferentes niveles y formaciones, giros y saltos, en un continuo de 30 minutos en los que el escenario nunca está solo. Sin embargo, la propuesta individual, sobre todo a nivel técnico, no resulta ser tan exitosa. Como lo mencioné antes, el movimiento habla no sólo de Graciela, la obra, sino de la capacidad interpretativa y el dominio del cuerpo que exhiben las bailarinas: Juliana, Bibiana, Natalia y Ana Isabel. Hablando en términos generales, sus movimientos dicen que se trata de cuatro jóvenes bailarinas en etapa temprana de formación. Eso, por supuesto, no tiene por qué restarle valor a la obra;  Incluso puede agregárselo, si se tiene en cuenta la corta edad de estas Gracielas y el hecho de que hacer del cuerpo un instrumento eficaz para el escenario requiere tiempo y estudio.

Me explico: de la misma manera que el asistente a un concierto espera encontrarse con instrumentos afinados, el espectador de danza espera toparse en el escenario con cuerpos de bailarines,  cuerpos entrenados. No hablo necesariamente de bailarines atléticos y longilineos, sino de cuerpos que hayan interiorizado previamente un sistema de entrenamiento y un lenguaje especifico de movimiento. Es la técnica (Vaganova, Graham, Limón…) la que le imprime  al movimiento la definición, precisión y seguridad necesarias para lograr eficacia a la hora de enfrentar al espectador, a la hora de inquietarlo. Nuestras cuatro Gracielas quedan en deuda al presentarse ante nosotros con instrumentos que aún no están del todo afinados, y por eso, por momentos, su interpretación pierde contundencia. Sin embargo, como ya lo dije, afinar un instrumento como el cuerpo requiere tiempo.

Salgo de la obra con la sensación de que algo falta. Efectivamente, la obra es corta y se desarrolla vertiginosamente. Sin embargo, ¿es posible que tenga que ver con algo más que su brevedad o la incipiente técnica de sus intérpretes? Me atrevería a pensar más bien que esta sensación es la misma que dejan los buenos postres, esos que quieres disfrutar una y otra vez,  precisamente porque son deliciosos.  



García Márquez, Gabriel (1987). Diatriba de amor contra un hombre sentado.



lunes, 7 de marzo de 2011

Black Swan


Dirigida por Darren Aronofsky, Black Swan es un thriller psicológico protagonizado por Natalie Portman, Mila Kunis y Vincent Cassel, en los papeles de dos bailarinas de ballet y un coreógrafo, respectivamente; para una producción de El lago de los cisnes, en la ciudad de Nueva York.

El film de Aronofsky inicia con las imágenes de un sueño. Se trata de Nina (Portman), en el rol del cisne blanco, ejecutando una danza frenética en la que intenta librarse de un ave monstruosa que le acosa y persigue. El sueño de Nina, tal y como ella misma lo explica, corresponde al prólogo del clásico ballet en el que Rothbard, el mago búho, lanza su hechizo sobre la princesa Odette. Recordemos en qué consiste el conjuro: Odette, al entrar por error en los dominios de Rothbard, es secuestrada por éste y condenada a  asumir la forma de cisne durante el día. Sólo después de la media noche, recupera su forma humana. Pero si durante las horas nocturnas alguien le jura amor eterno, el hechizo se rompe y ella regresará a su forma original de bella y joven princesa.
“Todos conocemos la historia -dice Thomas (Cassel) a su compañía– pequeña niña, virgen, pura y dulce, atrapada en el cuerpo de un cisne. Desea libertad, pero sólo el amor verdadero romperá el hechizo. Su deseo es casi concedido en la forma de un príncipe. Pero, antes de que éste pueda declarar su amor, su gemela lujuriosa, el cisne negro, lo engaña y seduce. Devastada, el cisne blanco salta de un precipicio, matándose. Y en la muerte encuentra la libertad”
Así resume el argumento del célebre ballet, con música de Tchaikovsky y coreografía original de Marius Petipa, cuya versión completa fue estrenada en Moscú, en 1877. Si bien la obra se ha representado hasta el hartazgo; en esta ocasión,  Thomas quiere introducir una variante: que ambos cisnes sean interpretados por la misma bailarina. Este es el detonante de los eventos que le darán forma a la trama del film. A partir de este momento, Nina deberá librar una doble batalla: frente a sus compañeras, condensadas en Lily (Kunis), y contra sus propios demonios. 
Tanto la obra de Petipa como la de Aronofsky abordan la lucha entre el bien y el mal. Petipa, por ejemplo, nos la muestra a través del enfrentamiento entre un inocente cisne blanco y su malvado gemelo negro. En cambio,  Black Swan va un poco más allá y escenifica esa lucha en el interior del alma humana. El rol de héroes y villanos de la obra de Petipá, es asumido en Black Swan por los ángeles y demonios internos de Nina. Este film es la escenificación de la naturaleza humana en toda su diversidad y complejidad. 
Pero, ¿Quién es Nina? La bailarina más dedicada de la compañía, la inocente y angelical niña de movimientos perfectos. Aún vive con su madre, una exbailarina que no pudo concretar el sueño de ser estrella  debido a su embarazo. Por lo tanto, ahora es la principal tutora de su hija y cuida sus pasos celosamente. Sometida al rígido control materno, Nina, a sus 28 años de edad, vive como si todavía fuese una niña, en un dormitorio plagado de muñecos y sábanas color rosa. 


Nina está atrapada en el sueño de su madre, condenada a terminar la carrera inconclusa de ésta.  El resultado es  una Nina parcial, incompleta, de la que los demás sólo ven lo que su madre les ha permitido ver. ¿El resto? Aunque rezagado, no es del todo oculto. Hay cosas que no se pueden extinguir, y lo reprimido aflorar en el cuerpo transformado en síntoma. Si algo enseña la danza, y en eso parece estar de acuerdo Aronofsky, es que el cuerpo nunca miente; es por eso que el salpullido en la piel de la protagonista no es un signo gratuito.
Thomas es el Rothbard de este film, el mago que, al igual que en el clásico ballet, pugna por lograr que el cisne negro entre en escena. Es él quien, en la obra de Petipa, lleva el cisne negro a la fiesta del príncipe y lo hace pasar por Odette. Para Thomas, Nina no es más que una niña frígida, un cadáver duro y frío. Poco le interesa su depurada técnica o su férrea disciplina; para él, la perfección no se trata sólo de control, se trata también de relajarse, entregarse y trascender la técnica. “¡No tan controlada, seduce!”, le grita en los ensayos. Quiere ver pasión, ira y sensualidad emanando de cada movimiento,y es por eso que la insta y presiona para que deje salir el lado malvado y pecaminoso que todos llevamos dentro, nuestro cisne negro.

Thomas sabe de la existencia de esa otra faceta, que, aunque escondida, lucha por hacerse visible. Pero, a diferencia de la obra de Petipa, no será el amor el que le brinde la anhelada libertad a su cisne negro, sino el deseo. Es por eso  que Thomas reta a Nina: “eres débil y cobarde, libérate; la única persona en tu camino eres tú, es hora de dejarla ir”. Y, luego, le enseña que el cuerpo puede ser un camino: “tengo una tarea para ti: ve a casa y tócate, disfruta del sexo, vive la vida”. 

En efecto, el papel del amor en este film es uno muy distinto al que propone la pieza de ballet original. Por lo menos aquí se plantea desligada de la idea de eternidad, tan común en los cuentos de hadas. Si algo deja expuesto Aronofsky es el carácter efímero de los vínculos humanos. El film nos muestra cómo la aparente fortaleza de los lazos entre madre e hija se resquebraja y el vínculo entre Nina y Thomas se basa más en la pasión y el deseo que en una apacible relación de los esposos que aspiran a envejecer juntos. En esta película el deseo es ley, se desborda y rige por postulados hedonistas: no privarse de placer alguno. Entonces comer, trasnocharse y hasta masturbarse resulta una práctica bienvenida. Sí, Thomas, al igual que Rothbard, logra colar al cisne negro en la fiesta, vía el cuerpo.

Retomemos el argumento, y no olvidemos que, justo en el tercer acto, en pleno cumpleaños del príncipe, Rothbard se presenta disfrazado, y, con él, viene su hija, Odile, quien también se hace pasar por algo que no es; por Odette, para engañar al príncipe. Éste, convencido de que ella es su amada, le declara su amor. El príncipe rompe su juramento y, al darse cuenta del engaño, corre en busca de Odette, desesperado y confuso. Esta misma confusión enmarca gran parte de Black Swan. El límite entre lo real y lo ficticio se hace cada vez menos claro a medida que transcurren las escenas. Por momentos, el espectador se siente igual que el príncipe en la obra de Petipa, igual que Nina en la de Aronofsky.

Los esfuerzos de Thomas, tal y como ocurriera con Rothbard, dan sus frutos, y la metamorfosis de Nina en su malvada gemela poco a poco empieza a notarse. Nina se revela frente a su madre y rompe la ballerinita en que la ha convertido. Ahora, se permite ciertas licencias, como las drogas, el licor, el disfrute del sexo y la vida nocturna. La palabras de una maestra de ballet, mientras le enseña la variación del cisne negro, “Una fuerza malvada te está atrayendo y no puedes escapar, está fuera de tu control”, resume este momento. Y una vez más, dicha transformación se evidencia en el cuerpo mismo. Somos testigos de la metamorfosis no sólo psicológica sino física de Nina, vemos las plumas saliendo de su piel, su cuello alargarse y sus piernas retorcerse.

¿Y Lily? Ella representa la pasión, ira y sensualidad que Thomas quisiera ver en Nina. Por lo tanto, constituye un modelo, pero al mismo tiempo el principal rival de Nina. Sentimientos encontrados de atracción y repulsión hacen que en la protagonista la tensión interna sea cada vez más notoria y refuercen la perdida de límites entre lo real y lo ficticio. Nina ve reflejado en Lily  todo aquello que durante años ha mantenido oculto dentro de sí y que ahora pugna por salir. Ella no exhibe una impecable técnica, pero sí es natural, espontánea y seductora; es decir, es libertad pura, lo que supone, por supuesto, una seria amenaza para la protagonista y un progresivo aumento de la rivalidad a medida que se acerca el gran día del estreno. 
Al final, Thomas cumple la promesa que le hiciera  a su compañía al inicio de temporada: revivir al cisne negro, hacerlo visceral y real. Después de matar a la niña que la ha habitado, la Nina reprimida sale a escena transformada en maldad pura, en cisne negro. Con la muerte del cisne blanco, su gemela es finalmente libre para expresarse a plenitud. La paradoja es que si bien la coexistencia de ambos es imposible, sus vidas por separado también lo son. Se trata de las dos caras de una misma moneda; dos fuerzas antagonistas que necesariamente deben convivir, pero que, al mismo tiempo, buscan extinguirse. Es por eso que el trozo de vidrio que Nina incrusta en su abdomen no solo mata a la princesita que lleva dentro, mata todo lo que en ella es humano, lo bueno y lo malo, lo angelical y lo pecaminoso, a Odette y a Odile. A Nina, el cisne negro le trajo la muerte, pero también la anhelada perfección: “lo sentí, fue perfecto, fui perfecta”.



viernes, 4 de marzo de 2011

El qué y el para qué de la danza

En Las preguntas de la vida, el filósofo y escritor Fernando Savater dedica un capítulo al tema del arte y la belleza, que aborda con la claridad que suele caracterizarlo. Dicho capitulo es de especial interés para quienes construimos nuestro proyecto de vida alrededor de la danza, ya que puede arrojar luz sobre qué es nuestro arte y cuál su propósito.

Comencemos preguntándonos ¿qué es una pieza de danza, una coreografía? Parafraseando a  Savater, diríamos que es el resultado de un proceso de creación realizado por alguien a quien acostumbramos llamar Coreógrafo. El coreógrafo es una artista, un creador; es decir, alguien que fabrica algo que sin él nunca hubiera llegado a ser, algo que no estaba antes. Por supuesto, el punto de partida del proceso de composición es lo que ya existe.

Desde luego, no parece que sea “creador” tal como se supone que es dios, porque ni el mayor de los artistas puede sacar su obra de la nada. Siempre utiliza materiales previos (…) y se apoya más o menos en lo que hicieron sus antecesores, aunque sea para rechazarlos y buscar nuevos caminos. (Savater, 1999:236)
Está claro que la obra de danza no puede surgir de la nada, pero ella no solo es la transformación de lo que ya existe, ella es también el resultado de la personalidad misma del artista que la lleva a cabo, y por ello se le parece, es una prolongación de sí, un hijo que hereda los rasgos del padre. Es este estrecho parentesco entre el coreógrafo y su obra lo que le confiere a esta última su singularidad.

Ahora bien, ¿cuál es el propósito de esa pieza dancística? Según Platón (citado en Savater, 1999:230), la fuerza del arte reside en su capacidad de seducción, en su habilidad para producir placer. ¿Podría ser este el propósito de una pieza de danza: producir placer en quien la percibe y, quizá, en quien la concibe? La asociación del propósito de la danza con el placer no es nueva. Isadora Duncan, la pionera de la danza moderna, planteó, entre 1898 y 1899,  que el objeto de la sociedad es el placer, el más elevado, el más exquisito. Según la bailarina, un placer que, constituyendo un deleite para su tiempo, sea también progresión inconsciente para la mente. Duncan afirmó haber encontrado el instrumento para que la sociedad traduzca esa progresión feliz: el cuerpo humano, y su lenguaje, que es el movimiento.

Pero, ¿qué es lo placentero? Savater (1999:221) lo define como todo aquello que no solo nos produce una sensación físicamente grata, sino todo aquello ante lo que sentimos aprobación. Sin embargo, el autor es claro al plantear que existen diferentes tipos de placeres, entre los que destaca, de modo especial, los de la belleza. Es decir, no es lo mismo el placer que se experimenta al consumir un delicioso plato de comida, o el placer que genera ver a otro realizar una acción generosa, que aquel que surge al apreciar, por ejemplo, Serenade, de Balanchine.


La diferencia fundamental reside en que tanto la gratificación de las necesidades biológicas como el aprecio de lo bueno cumplen una función específica: la primera, responde a los afanes primordiales de comida, bebida, cobijo, comodidad, recompensa sexual; y la segunda, cumple la necesaria función social de regular la convivencia. El deleite producido por la belleza es en cambio el único verdaderamente desinteresado y libre.

Pero Kant (citado en Savater, 1999:225) va más allá y distingue entre la belleza adherente y la belleza libre. La adherente es la que corresponde a aquellas cosas cuyo objetivo conocemos, un placer que no podemos desligar del todo de nuestro conocimiento del “para que” sirve. La belleza libre, en cambio, es la resultante de un atardecer, una pintura de Kandinski o una sinfonía de Beethoven; es decir, una belleza sin sentido, que, según Kant, es la que con mayor pureza y nitidez suscita el placer estético.

En este sentido, la obra de danza verdaderamente bella no debería cumplir función alguna ni tener una utilidad concreta, la verdadera obra de arte es desinteresada, y por eso es que toda creación que revela un propósito (social, político, religioso o comercial) diferente  al de expresarse a  sí misma resulta, por lo menos, sospechosa. El concepto Kantiano de belleza libre, aplicado a la danza, nos remite a piezas coreográficas que estén al servicio de sí mismas, que sean fines y no medios, que salvaguarden la autonomía de la danza, incluso respecto a las restantes artes.

Recordemos que algo así planteó Balanchine, uno de los padres de la llamada escuela neoclásica,  al enfatizar la radical separación entre danza y narración, quizá como respuesta a siglos de tradición en los que los coreógrafos se dedicaron a representar cuentos de hadas sobre los escenarios, en los que la danza estaba al servicio de la literatura, y el coreógrafo ejercía como cuentero.  Petipá fue un maestro en este campo, y ballets como La bella durmiente o El lago de los cisnes son algunos de los más celebres ejemplos.

Para Balanchine, la danza no tenía por qué contar historias, quizá sugerir alguna idea o  recrear una atmósfera, pero nada más. Pensémoslo: si es el movimiento el que define a la danza, entonces el resto es accesorio; es quizá por eso que en los ballets del coreógrafo la danza era protagonista. En ellos, no solo la historia era eliminada, sino que elementos como el decorado y vestuario debían ocupar papeles secundarios y estar al servicio de la coreografía, no al contrario. Ello garantizaba la autonomía de nuestro arte, su inutilidad y, por lo tanto, un resultado libre, tal  y como lo querría Kant. Como siempre sostuvo el coreógrafo, parafraseando a Stravinsky, su habitual colaborador musical, “la danza no puede expresar nada. La danza se expresa a sí misma” (Citado en Abad, 2004:267)

Hasta aquí hemos hablado de la belleza, pero ¿Qué hay de la fealdad? Si reconocemos que lo que pretende el arte es producir belleza, ¿en dónde ubicaríamos la propuesta estética de una coreógrafa como Mary Wigman? El más alto exponente de la danza expresionista alemana se destacó por exhibir una estética feísta, que parecía negar todos los cánones hasta entonces asociados a nuestro arte. Su técnica, caracterizada por la angulosidad y por un tratamiento descarnado de los temas, solía presentar el lado más oscuro de la personalidad humana. Wigman, tal y como lo afirma Abad (2004:198-199) dio paso a un nuevo tipo de danza en el que se acentuaba el lado oscuro de la realidad y de la psique en un intento de que la danza se alejara del preciosismo que hasta entonces, y muy en concreto en el ámbito del ballet, la había caracterizado.



Savater, en su texto, no pasa por alto este tipo de arte, sobre todo el más contemporáneo, que nos abruma con distorsiones de la forma, nos enfrenta a lo monstruoso, nos familiariza con los desgarramientos del alma humana. El filósofo se pregunta, respecto a la obra de arte, si tiene que ser siempre bella, si tiene que fundarse explícitamente en la armonía y equilibrio entre las partes, en la perfección del conjunto, o, si por el contrario, puede acogerse también a lo disonante e incluso a lo deforme. En otras palabras, si en la coreografía, además del bien, la verdad y la belleza, pueden sumarse ahora el mal, lo falso y lo feo. Y es que lo que en arte llamamos belleza, si es que admitimos que lo que pretende el arte es producir belleza, tiene poco que ver en muchas ocasiones con el sentimiento de agrado o de placidez.

Lo que enseña el arte contemporáneo es que lo desagradable puede resultar atractivo. Entonces, ¿es en la facultad de atraer, y no en la belleza en sí, en donde reside el secreto del arte? Tal parece que así es. “Lo bello no gusta ni disgusta, sino que nos detiene”, afirma Alain (Citado por Savater, 1999:238). Según  este criterio, lo realmente hermoso es todo aquello en lo que no hay más remedio que fijarse. Más que buscar nuestra complacencia o nuestro acuerdo, el arte reclama nuestra atención. Su fuerza no reside tanto en su capacidad de producir placer, como afirmó Platón, sino en su capacidad de inquietar. En palabras de Savater:

Nos estremece lo que no nos permite pasar de largo, lo que nos agarra, sujeta y zarandea: la evidencia de lo real, deslumbrante y atroz, que nunca habíamos advertido antes en su pureza y desnudez implacables. Paradoja de la belleza, que a veces es experimentada como beatitud y en otras ocasiones como escalofrío. (1999:238)
Si lo pensamos bien, tiene sentido. Una buena coreografía es la que nos obliga a hacer un alto en el camino, la que atrae, la que inquieta, la que desasosiega, ¿Por qué? Porque es una forma de conocimiento, una vía de comprensión de lo que existe. El arte nos ayuda a contemplar el mundo real tal y como es, en toda su crudeza, sin velos, y eso incluye a veces lo terrible y absurdo de éste. De esta manera, el coreógrafo, como el resto de los artistas, tiene el papel de enriquecer decisivamente la comprensión de la vida humana, de revelar lo que significa habitar como humanos en la complejidad del mundo.

Abad, Ana (2004). Historia del ballet y de la danza moderna. Alianza Editorial, S. A. Madrid.
Savater, Fernando (1999). Las preguntas de la vida. Editorial Ariel, S. A. Barcelona